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Punta del Este a velocidad de trote

20/10/2014

  • Mientras corre bajo las nubes de Punta del Este, el autor argentino reflexiona sobre el aparente progreso inmobiliario de este balneario uruguayo y también sobre su propio pasado.

Fuente: La Segunda

Punta del Este a velocidad de trote.

Estaciono frente a la Playa de los Ingleses. No hay nadie a la vista, ni siquiera gaviotas sobre un mar revuelto y cobrizo. Unas nubes densas cubren el cielo, todavía no llueve pero puedo sentir su presión. ¿Por qué se me cierra el pecho así en invierno? Me doy dos disparos del inhalador: el Salbutamol me abre los pulmones, ejerciendo una fuerza contraria a la de las nubes. Me doy un tercer disparo, lo guardo en la boca y lo largo como el humo de un cigarrillo. La última vez que hice eso fue en esta playa, tenía trece años y mis amigos de verano estaban aprendiendo a fumar. No tengo mucho tiempo, en un par de horas daré una lectura en un liceo de Maldonado. Algunos dicen que Maldonado es la vecina pobre y trabajadora de Punta del Este, aunque esto es algo que solo se puede aceptar por comparación. En realidad, ambas han crecido a su manera al punto en que ya no existe un límite geográfico entre una y otra.

Bajo del auto y empiezo a correr. La vuelta a la punta -me refiero a la península que originalmente fue Punta del Este- es de cinco kilómetros. Media hora de ejercicio y luego una ducha caliente y esa estúpida sensación de bienestar. El viento helado me pega de frente, mi cuerpo demora en acostumbrarse a que tiene que correr, y mientras tanto intento recordar cuándo fue la última vez que estuve acá. Deben haber pasado quince o veinte años.

-Los nuevos ricos la echaron a perder-, me advirtió la señora de la inmobiliaria. Los que buscan exclusividad se fueron mudando cada vez más al este; primero fue La Barra, después Manantiales y José Ignacio, y ahora Laguna Garzón. Pero ya van a volver cuando no queden más lugares por quemar.

Pude ver un poco de eso: los edificios modernos ornamentados como palacios franceses, el casino estilo Las Vegas, los condominios, la proliferación de jacuzzis y unicornios, una torre en construcción que llevará el nombre de Donald Trump y cuyo argumento de venta es “ahora van a saber lo que es el lujo en Punta del Este”. Hacía mucho que no escuchaba la expresión “nuevos ricos”. Antes de entregarme las llaves, la señora me mostró unas fotos antiguas. La dejé añorar, entretenido por su espanto.

La península, sin embargo, o al menos la parte que llevo recorrida, parece mantenerse inalterada: la plaza, la iglesia, el faro, los caserones limpios y vacíos, las persianas de madera cerradas, los jardines verdes y cuidados, todo conserva un aire moderadamente aristocrático. Esa es la impresión que da desde la rambla; quizá si cruzara la calle y me acercara un poco podría encontrar las grietas en la pintura y más adentro una vieja como Emily Grierson y el cuerpo de Homer Barron pudriéndose en una cama.

Mi mujer está embarazada de siete meses, por eso estoy con ella en un apartamento y no en el hotel con el resto de los escritores del Encuentro. Anoche leí un cuento sobre una pareja desgarrada que no logra concebir. Mi mujer me dijo que la gente le señalaba la panza y la miraba, indecisa entre felicitar o compadecerla. De nada sirvió decir que yo no soy ese imbécil del cuento, o al menos eso creo. Cuando llego a la punta que divide la Playa Brava de la Mansa -el peñasco que según los mapas separa el río del mar- el viento afloja y alargo el paso hasta llegar a media velocidad. Pego una nueva curva y se me aparece la isla Gorriti y los mástiles más altos del puerto.

Un velero de los años setenta, los interiores de madera y terciopelo bordó, me hace recordar el cuento “Japonés” de Fogwill, e inmediatamente -como un hipervínculo- me llega la imagen de una mujer de pantalones atigrados que interrumpió su última conferencia para reclamarle que la había dejado plantada en este puerto hacía treinta años. Ahora que lo pienso, casi no conozco ficciones que transcurran en Punta del Este. Se me ocurre una novelita maravillosa llamada “El increíble Springer”, pero nada más. Un escritor del Encuentro dice que la literatura le esquiva porque es un escenario demasiado propenso a los estereotipos. Pero cuál no lo es, ¿Nueva York? ¿Calcuta? ¿Valparaíso?

Construyeron una rambla de madera sobre la Mansa. La amortiguación de las tablas me hace sentir liviano y decido levantar el ritmo de marcha a tres cuartos de velocidad. Un cubano del Encuentro se ahoga cuando lee en público. Anoche no pudo terminar. Dice que solo le pasa con sus textos, podría leer los de cualquier otro sin problema. Vuelvo a la velocidad de trote y mientras recupero el aire pienso que me gustaría tener un cuento que no pueda leer en público. No por pudor u otra razón identificable, sino que simplemente vea las palabras en la hoja y la voz no logre salir.

Estoy llegando a la recta final. Ahora sí puedo ver la bahía de la Mansa: los edificios viejos opacados por las mega-construcciones. Es lindo en invierno, los locales cerrados, sin gente. Es una buena época para reconciliarme con el balneario de mis padres y de mi infancia. Según la señora de la inmobiliaria, en invierno hay apenas quince mil personas para medio millón de camas. Se podría hacer una torre con los colchones vacíos, una torre que traspasaría todas las capas de la atmósfera. Es una buena idea para un cuento, pienso, y automáticamente reconozco que no, que en realidad es una idea espantosa. Por el momento prefiero pensar que sobre uno de esos colchones está la mujer que amo, y dentro de ella nuestra hija.

Necesito ahogarme y recuperar lentamente la respiración. Hago un sprint hasta el Cine Lido pero el Cine Lido dejó de existir. El edificio de ladrillos está a la venta. Recuerdo una tarde lluviosa de febrero en la que vi dos películas seguidas: “Quisiera ser grande” y “La pistola desnuda”. Durante la segunda película se sentó a mi lado una chica uruguaya que me gustaba. Chupaba los maníes hasta sacarles la cobertura de chocolate y después me los daba para masticar. Eso fue lo más cerca que estuve de darle un beso.

Manuel Soriano (Buenos Aires, 1977) Escritor y abogado. Autor de los libros de cuentos La caricia como método de tortura (2007) y Variaciones de Koch (2012), por el que recibió el Premio Narradores de la Banda Oriental. Autor también de las novelas Rugby (2010) y Fundido a Blanco (2013). Es director de la editorial infantil Topito Ediciones. Actualmente vive en Montevideo.